Después de casi un año de descuido, el monumento a Antonio José de Sucre, emplazado en el centro paceño, luce su imponente imagen.
La Alcaldía de La Paz se acordó del padre fundador y este miércoles limpió la figura del héroe de la independencia americana y presidente constitucional de Bolivia.
El pasado 3 de febrero, en el natalicio de Sucre, el cuerpo diplomático y las Fuerzas Armadas no pudieron rendirle homenaje con ofrendas florales por las consignas que algunos colectivos escribieron al pie del monumento.
José Antonio de Sucre, cumanés, venezolano, fue el primer boliviano que se erigió como presidente.
Simón Bolívar le encargó el gobierno tras partir del país y la primera decisión de la Asamblea General Constituyente fue ratificar al Gran Mariscal de Ayacucho en el cargo.
La propia Asamblea aprobó el 11 de agosto de 1825 una serie de reconocimientos de gratitud, premios y honores al Libertador y al general Sucre.
Al primero le regaló la denominación del nuevo Estado, como República Bolívar, “agradecida al héroe cuyo nombre lleva”. Le reconoció también como su “buen padre”.
“Al valiente y virtuoso Gran Mariscal de Ayacucho”, deseando igualmente perpetuar en la memoria de los altoperuanos su existencia política y su libertad, le reconoció como primer general de la República, con la denominación de capitán general; le honró con el título de defensor y gran ciudadano de la República Bolívar y bautizó con su apellido a la ciudad Capital.
La Asamblea decidió también por unanimidad que “todo hombre que hubiese combatido por la libertad en Ayacucho, se reputará natural y ciudadano de la República Bolívar”.
Así, Antonio José de Sucre fue reconocido como ciudadano del nuevo Estado con todos los derechos y todas las obligaciones constitucionales.
Cuando juró al cargo de presidente en la Asamblea, ya era boliviano.
Sucre no fue un soldado más en la batalla de Ayacucho, gigantesca en aquellos tiempos, fue el genio militar que torció en su favor la suerte del destino.
Sucre estaba en grave desventaja con una diferencia de 3.500 combatientes en su contra: El ejército español se presenta en la batalla con más de 9.300 hombres, y él no dispone sino de 5.780.
El general venezolano arenga así a sus hombres antes del combate: “De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. Soldados: Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia”.
Dos cartas, una tras otra, escribió Sucre al Libertador para comunicarle la victoria.
Dice la primera: “El campo de batalla ha decidido, por fin, que el Perú corresponde a los hijos de la gloria. Seis mil bravos del ejército libertador han destruido en Ayacucho los diez mil soldados realistas que oprimían esta república: los últimos restos del poder español en América han expirado el 9 de diciembre (de 1824) en este campo afortunado”.
La otra carta señala detalles del combate.
Sucre mostró ante los vencidos una nobleza sin límites. En el acta de capitulación hizo el Mariscal concesiones de generosidad extraordinarias, cuando pudo imponer a los vencidos una rendición absoluta, sin condiciones.
¿Por qué ni para qué –decía más tarde– humillar a quienes acababan de perder un vastísimo imperio para siempre?
Y es que en Ayacucho se hundieron, ahogándose en sangre y humo de pólvora, los sueños imperiales de los Reyes Católicos, de Carlos V, Felipe II y Fernando VII. España volvió a su antiguo ser de país continental europeo. Y lo poco que le quedaba en América: Cuba y Puerto Rico, se esfumó 73 años más tarde. Al concluir el siglo XIX ya no tenía la posesión de un solo kilómetro cuadrado en el Nuevo Mundo.
Tras la victoria, Bolívar elevó inmediatamente a Sucre, que está para cumplir apenas los treinta años, al rango de Gran Mariscal.
En una biografía de Sucre escrita por Bolívar, éste se refiere así a la gran batalla: “La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución, divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a los vencedores de catorce años y a un enemigo perfectamente constituido y hábilmente mandado”.
El Gran Mariscal cumplió más tarde, el 9 de febrero de 1825, un acto trascendental: Redacta y firma el decreto por el cual convoca a una Asamblea Constituyente de las cuatro provincias altoperuanas, a fin de que en ella se decida el destino que ha de tomar la región.
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