Por Alejo Brignole, el autor es escritor y analista político internacional.

«Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas”. Mary Wollstonecraft – escritora y feminista británica (1759 – 1797)

No hay rol que las mujeres no hayan desempeñado a los largo de la historia humana: fueron gobernantas, guerreras, filósofas, ideólogas, artistas, revolucionarias, autoras musicales, generalas, estrategas, dictadoras, descubridoras y científicas. Y si ello nos sorprende al leer estas líneas, significa que la hegemonía masculina ha hecho un eficaz trabajo de ocultamiento y tergiversación del rol femenino en el desarrollo de la civilización.

Esta hegemonía del hombre (el propio vocablo “hombre” para denominar al género humano, es herencia del discurso patriarcal definido en la Torá judía y el Antiguo Testamento) ha borrado de manera selectiva muchas de las actuaciones femeninas en el decurso histórico.

En la historiografía americana, los cronistas militares y generales españoles omitían en sus escritos que durante las Guerras de la independencia habían sido derrotados por mujeres generalas o capitanas de tropa, que lograban victorias aplastantes frente a oficiales españoles (hombres). Mediante este maquillaje de los eventos, atenuaban la humillación de ser derrotados por mujeres. Sentimiento de humillación que era, además, otro síntoma de la hegemonía masculina, pues significaba ser derrotado por alguien supuestamente inferior.

Esta desviación dialéctica, que fue tratada por la filosofía y sus diversas ramas (la ontología y la teología entre ellas), ha sido padecida por las mujeres de casi todas las culturas durante milenios. No fue sino hasta el siglo XIX que comenzaron a tomar forma las doctrinas sobre la igualdad de la mujer y la necesidad de repensar el rol femenino y su lugar jurídico-social en el mundo.

Las valientes Madres de Plaza de Mayo, llamadas las Locas de la Plaza, por una dictadura genocida y patriarcal como fue el último gobierno de facto de la Argentina (1976-1983).

Lamentablemente la gran oportunidad de establecer esta igualdad-equidad pudo haberse logrado durante la Ilustración del siglo XVIII, en donde pensadores como Montesquieu o Voltaire, de gran influencia en las ideas que dominaron al siglo de las Luces –como se llamó a aquella centuria renovadora– hubieran dirigido el pensamiento en esa dirección. Pero no lo hicieron. Ellos y otros filósofos otorgaron en sus escritos un lugar marginal a la mujer, retrasando en más de un siglo las ideas emancipadoras e igualitarias. En su famosa obra de 1762, Emilio, o De la Educación, de Jean-Jacques Rousseau, éste no relega a la mujer a un escalón inferior, pero en realidad la coloca en un sitial subordinado al hombre, diciendo que “debe ser pasiva y débil”. Sofía, que en la obra de Rousseau encarna a la compañera ideal de Emilio, nos dice que la mujer debe ser educada fundamentalmente para el placer y el gozo, dejando las cuestiones metafísicas –las artes, la filosofía o las ciencias– al ámbito masculino.

Años más tarde, la escritora inglesa Mary Wollstonecraft (la madre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo), contestaría Rousseau en su obra Vindicación de los Derechos de la Mujer, de 1792. La británica argumenta que las mujeres no son por naturaleza inferiores al hombre, sino que parecen serlo porque no reciben la misma educación, estableciendo así una relación causa-efecto en el orden social que la mujer debía padecer.

la escritora y militante feminista británica, Mary Wollstonecraft, pintada por John Opie hacia 1790.

En casi toda Europa hubo defensoras de la condición femenina durante la Ilustración, como la francesa Olympe de Gouges (1748-1793) escritora, dramaturga, filósofa y panfletista política, que en 1791 escribió, entre otras cosas, su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana que comenzaba con las siguientes palabras: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta.” Como era de esperar, Olympe de Gouges fue decapitada en el contexto de la Revolución Francesa, apenas dos años después de su más importante escrito. Y por supuesto los verdugos fueron hombres.

La propia Inquisición en España, Francia o Alemania se encargó de mutilar cualquier atisbo de librepensamiento femenino, pues el 70 % de las ejecuciones inquisitoriales, Autos de Fe y acusaciones de brujería estaban destinadas a las mujeres, logrando de esa manera un férreo control masculino sobre las ideas y los dogmas sociales establecidos. Cualquier disensión a este sistema se pagaba con la tortura y la hoguera. No resulta extraño, por tanto, que el papel de las mujeres en las artes, la filosofía y la política fuera muy limitado, reforzando así el ciclo hegemónico masculino que impugnaba a la mujer por ser improductiva en el campo intelectual. Falacia que es apenas la consecuencia de lo anterior: la represión y el aislamiento doméstico de las mujeres en una sociedad manejada por hombres.

En América Latina tampoco faltaron luchadoras que ampliaron el espectro de los derechos femeninos y lo hicieron desde la política, el arte y la militancia doctrinal.

Mujeres indígenas de Brasil protestan contra las políticas de Bolsonaro.

La socialista  Alicia Moreau de Justo y la inmensa Eva Perón, en Argentina, o la feminista Margarita Pisano en Chile, fueron compañeras distantes de la mexicana Frida Kahlo, pintora surrealista que a través de sus cuadros y de su propia vida se opuso al predominio cultural machista mexicano. La lista de mujeres americanas que lucharon por la libertad de género podría ocupar la mitad de un grueso volumen, pues Latinoamérica fue pionera de ideas. América Latina, después de todo, tiene nombre de mujer.

En nuestras tierras nació el llamado feminismo descolonial, que pone énfasis en los conflicto de género y sexo heredado de las instituciones culturales impuestas por el colonialismo eurocentrista.

Y por si se nos olvida la importancia de la mujer en nuestras vidas, en la construcción civilizatoria y en el desarrollo de la cultura, recordemos que la Gaia o Gea de los griegos, la Ñuke Mapu de los mapuche patagónicos, o la diosa Amalur de los pueblos vascos del mar Cantábrico, tienen nombre de mujer, y todas ellas representan a la Pachamama, nuestra Madre Tierra, que por fortuna es mujer.

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