Históricamente, la acción de las Fuerzas Armadas en América Latina ha sido funcional a los grupos de poder dominantes en cada uno de los países de toda la región y, aunque en su discurso se han esmerado en echar flores a los pueblos, su constitución fue siempre privilegiando sus intereses sobre las soberanías de los estados.

En el caso de Bolivia, la historia no es distinta, los militares han sido un sector privilegiado de la nación. Aprovechando su rol defensor de la soberanía nacional, se han acomodado en los plácidos beneficios que otorga estar al lado de las clases dominantes y que ostentan el poder del país y se han convertido en socios y cómplices de las confabulaciones contra la patria.

Las declaraciones del golpista Camacho, en las que confiesa que su padre fue quien negoció con ellos para garantizar la consumación del golpe de Estado contra el orden democrático vigente, demuestra que el sonido del dinero marca el ritmo marcial de las botas militares, y que su lealtad a la patria no es tal, sino, que su patria vale tanto como pesa la alforja que les seduce.

El rol constitucional de las Fuerzas Armadas ha sido puesto en tela de juicio por la sabiduría del pueblo profundo, que ha vuelto a recordar cómo, en épocas pasadas, los fusiles apuntaban hacia ellos y la sangre de padres, mujeres y abuelos ha vuelto a manchar otra vez la vida entre los pobres, con el financiamiento de nuestro propio erario.

La dictadura del último año evidenció que la estructura estatal alimenta una voraz fiera, pero ésta no es leal al Estado, sino que modificará su conducta en relación a los intereses de las clases privilegiadas y los militares fueron serviles a quienes, por su angurria, tomaron el poder el año pasado y masacraron bajo órdenes de unos desquiciados sin cuestionarse quienes eran sus víctimas.

En la hora de asumir responsabilidades, el temor por la justicia lleva a la irracional postura de querer desconocer a quien por constitución es su Capitán General, sin entender que precisamente, los Órganos del Estado que son elegidos democráticamente por el pueblo y son los que deben marcar las líneas de dirección del obrar de las Fuerzas Armadas en todos sus niveles.

En ese sentido, los militares que rompieron y apoyaron el golpe de Estado, deben responder por sus actos ante las instancias respectivas que están para hacer cumplir la ley y ellos no están fuera del alcance de la ella. No son ellos, la cúpula militar, los que deben reconocer a las instituciones, al revés, son las autoridades electas las encargadas de validar el rol y funciones de los altos mandos para cumplir su desempeño constitucional. Sumisión a la democracia es lo que la patria les exige.

Es preciso que la revolución democrática y cultural iniciada hace ya muchos años empiece a mover las estructuras anquilosadas del vetusto aparato estatal y militar y, desde adentro de las Fuerzas Armadas, se comience a desmantelar todas las instancias conservadoras de la institución para iniciar un lento y largo viraje hacia una vocación militar sometida a los intereses del Estado plurinacional y su reconocimiento como autoridad antiimperial, para que sus miembros puedan comprender desde sus raíces que su origen y fin son la patria.

Es momento de incorporar la institución militar a los tiempos del Estado Plurinacional y llevar a cabo su modernización y esto significa también incorporar cambios en la constitución para garantizar la lealtad de ella en la Carta Magna y asumir el proceso revolucionario desde la sociedad civil y desde el interior de la entidad castrense para que sean un elemento valioso en la construcción del nuevo Estado y no un escollo que acarrear como lastre histórico.

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